La adolescencia es un periodo de transición evolutiva delicado, pero, con el suficiente apoyo, también está llena de posibilidades de éxito. El centro educativo, como uno de los agentes socializadores principales y encargado del desarrollo integral del alumnado, tiene un papel esencial en su promoción y en la formación de la futura ciudadanía de nuestra sociedad. En este artículo se pone en valor la participación adolescente en los centros educativos como forma de herramienta para el fomento de su desarrollo, explicando su importancia y dando puntos clave por donde comenzar su implantación y difusión. Para ello, se utiliza de base el modelo del Desarrollo Positivo Adolescente y la Escalera de la Participación de Hart.
Palabras clave:
Adolescencia, alumnado, participación estudiantil, democracia, desarrollo positivo adolescente
Adolescence is a delicate stage of evolutionary transition, but it is also full of possibilities for success with sufficient support. As one of the main socialising agents and responsible for the comprehensive development of students, schools have an essential role to play in promoting it and in shaping the future citizenship of our society. This article aims to give value to adolescent participation in educational centres as a tool for promoting their development, explaining its importance and providing key points from which to begin its implementation and diffusion. To this end, the Positive Youth Development model and Hart’s Ladder of Participation are used as a basis.
Keywords:
Adolescence, students, student participation, democracy, Positive Youth Developmen
La adolescencia no es una categoría física perfectamente definida, sino una construcción social que engloba todos los cambios biológicos, cognoscitivos, emocionales y socioculturales ocurridos en la transición entre la infancia y la vida adulta (Papalia y Martorell, 2017). Pese a ser un fenómeno universal en los seres humanos a nivel de calendario madurativo (pubertad), no adopta en todas las culturas el mismo patrón de características, por lo que la adolescencia está sujeta a multitud de factores económicos, sociales e individuales.
Esta transición requiere un cambio y adaptación en la estructuración de conductas y roles, potenciando cambios intra e interpersonales. Por esto, es una etapa delicada; si se supera de forma positiva, ofrece una oportunidad de cambios favorables en los ámbitos mencionados y en maneras de afrontar nuevos retos de manera productiva, pero, si no se supera adecuadamente, puede suponer un riesgo a la hora de provocar problemas, como estilos de vida poco saludables y comportamientos de riesgo, por ejemplo, el uso de drogas o prácticas sexuales sin protección.
Esta dualidad de la etapa ha significado que históricamente haya sido vista como problemática y complicada, acompañado de la mano de autores tan sonados como Anna Freud y Eric Erikson, asociándola a una imagen social negativa que influye en la relación que se tiene con los y las adolescentes y que se mantiene hoy en día (Casco y Oliva, 2004), como podemos ver en películas, series o estudios como el de Gutiérrez y Mercader-Rubio (6 de abril de 2023).
Sin embargo, en contraposición a este modelo negativo centrado en el déficit, han surgido investigaciones con un enfoque diferente, en las que hay un mayor espacio para poner en valor la plasticidad cerebral característica de la etapa, una perspectiva centrada en sus fortalezas y en la potencialidad de unas condiciones saludables y el desarrollo de competencias necesarias para el éxito en la adultez (Oliva et al., 2010). Sin embargo, como señalan los autores, que se contraponga al modelo de déficit no lo hace contrario, sino complementario, pues enfatiza una promoción del desarrollo durante la adolescencia que acompañe a esta prevención.
Esta corriente, denominada Desarrollo Positivo Adolescente (del inglés Positive Youth Development), está situada dentro de los modelos sistémicos evolutivos, por lo que entiende que la base de la conducta humana se encuentra en las relaciones entre la persona y su contexto, teniendo la oportunidad de intervenir e influenciar en esta tanto para la prevención de conductas de riesgo como para la promoción de conductas prosociales (Olivia et al., 2011).
Centrándonos en el modelo de Olivia et al. (2010), los elementos que constituyen este desarrollo adolescente positivo se agrupan en cinco áreas principales (Figura 1):
Figura 1. Modelo de florecimiento o desarrollo positivo adolescente (Oliva et al., 2011)
Este modelo no solo expone estas áreas de desarrollo, sino que también presenta recursos para su promoción (developmental assets) en diferentes contextos, como es el personal, familiar, comunitario y escolar (Benson et al., 2011), aunque nos enfocaremos en el último.
El interés por la educación no es nuevo. Como señalaba el preámbulo de la LOE (Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo), las sociedades actuales dan mucha importancia a la educación de sus jóvenes, siendo el medio más adecuado para construir su personalidad e identidad, potenciar sus capacidades y configurar la manera en la que conciben la realidad. Además, como destaca la Organización de las Naciones Unidas (ONU, s.f.) en su cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS), una educación de calidad es esencial para el avance de la sociedad, como agente transformador, permitiendo romper el ciclo de pobreza, reducir las desigualdades y mantener hábitos más saludables y sostenibles, entre otros.
Asimismo, en España, con la incorporación de la LOMLOE (Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la LOE) se ha dado un paso más en el reconocimiento y protección de los derechos de la infancia y la juventud, apoyándose en la Convención sobre los Derechos del Niño adoptada por la ONU (1989) para poner el enfoque en su derecho a la educación, su participación activa en esta y su no-discriminación. Informar y dotar a estos de sus propios derechos como seres humanos los anima a ser individuos activos en su ejercicio, con el poder de actuar para la defensa de sus propios derechos y convicciones.
Sumado a esta influencia, en la actualidad los centros educativos han acumulado mayor importancia como agente socializador de la juventud. Como relatan Pertegal y Hernando (2015), los y las adolescentes no solo pasan mucho tiempo cada día dentro de sus instalaciones, sino que también a través de él establecen relaciones personales con iguales y adultos intensas y frecuentes. Por todo lo mencionado, los centros educativos se designan como contextos potenciales del desarrollo positivo adolescente.
Sin embargo, para que un centro educativo pueda ser promotor de este desarrollo, debe cumplir las siguientes características o rasgos (Pertegal y Hernando, 2015):
Este último rasgo ha tomado especial importancia en los últimos años; el empoderamiento
Según Hervás Avilés (2006), el término de empoderamiento o fortalecimiento personal (del inglés, empowerment) aplicado a los centros educativos trata de explicar la importancia que tiene la implicación y participación de la comunidad educativa, de la que forma parte el alumnado, en sus objetivos. La pregunta que surge ahora es; ¿qué entendemos cómo participación?
Definir la participación es complejo y ha sido muy debatido, pues depende de las dimensiones que se tomen, el nivel en el que se aplique, la etapa de la que se está hablando, etc. Hart (1993) la define como un proceso en el que se comparten las decisiones que afectan a la vida personal y comunitaria. Sin embargo, sea cual sea la definición que se tome, siempre suele asociarse al concepto de sociedad democrática; un sistema es democrático si fundamenta su acción en la participación de las personas implicadas en cada asunto.
Este mismo autor desarrolló un modelo, denominado el Modelo de la Escalera de Hart (1993, 2001), en el que recoge y ordena lo que para él son los 8 niveles de la participación en los centros educativos (Figura 2). Estos niveles se diferencian en dos grupos; uno que acoge los tres primeros niveles, donde no considera que exista una verdadera participación, y el resto, donde esta si está presente en mayor o menor grado, dependiendo de quien inicie la acción, la dirija, la coordine, si se informa y/o consulta, etc.
Figura 2. Diagrama del Modelo de la Escalera de Participación de Hart.
Este modelo nos sirve de base para identificar en qué nivel se encuentra la implicación en nuestro centro educativo y, partiendo de ahí, entender algunos de los escalones por los que se pasará para poder llegar a los niveles más elevados. Ahora sí, sabiendo esto, ¿cómo hacemos para progresar?
A continuación, se exponen algunas condiciones que tiene que cumplir el centro o las propias acciones de implicación para que puedan considerarse como tal, aparte de algunas ideas para empezar en aquellas situaciones donde los niveles sean aún bajos.
Para que exista un contexto adecuado para la participación estudiantil, los centros educativos deben conseguir ciertas premisas básicas (Osoro y Castro, 2017).
En primer lugar, se le debe otorgar al alumnado el rol de actor social activo en su propia construcción y la de su entorno. Para ello, se debe redefinir el papel que tiene en el centro, superando la concepción paternalista del “aún no” (aún no son adultos, aún no saben, aún no son, etc.) que, más que ayudar a su desarrollo o protegerlos, acaba produciendo un Efecto Pigmalión (o Profecía Autocumplida), arrastrando una juventud que no sabe como participar porque nunca se ha creído en ella ni se le ha dado la oportunidad para practicarlo.
En segundo lugar, se debe entender y visibilizar en el centro la figura de los y las adolescentes como personas con deberes y derechos tanto individuales como jurídicos, civiles y sociales, destacados en la Convención de los Derechos del Niño (ONU, 1989) mencionada y en sus Observaciones Generales. Por ello, sus opiniones y aportaciones deben ser escuchadas y respetadas.
En tercer y último lugar, relacionado con el punto anterior, es importante que el propio profesorado sea promotor de esta escucha activa y de la participación de su alumnado. Como uno de los agentes educativos que trata más directamente con los y las adolescentes, se hace vital que cree un ambiente que promueva el intercambio de puntos de vista, el respeto, la valoración de diversidad, el diálogo y la construcción de significados conjuntos, permitiendo así tender puentes entre la juventud y las personas adultas para su cooperación y colaboración.
Por otro lado, las propias acciones que se tomen en favor de mejorar la implicación del alumnado deben seguir unas condiciones básicas para tener éxito (Catalano y Hawkins, 1996; citado en Santana García, 2022), pues los y las adolescentes deben poder:
Partiendo de las condiciones y premisas explicadas, se ofrecen algunas herramientas, ideas, puntos clave, etc. que pueden ayudar a iniciar una mejora de la implicación y la participación del alumnado en el centro.
Antes de nada, debemos tener claro que la participación puede ejercerse tanto en el contexto del aula como a nivel de centro, por lo que podemos empezar con pequeñas responsabilidades y acciones a nivel de aula en los primeros cursos para pasar a tomar mayores deberes según adquieran una base de conocimiento y experiencia.
Algunas de las cosas que podemos llevar a cabo en el centro para mejorar la implicación y participación del alumnado son:
Conclusiones
Como hemos visto, pese a ser una etapa especialmente vulnerable para ciertos comportamientos y actitudes de riesgo, la adolescencia brinda a su entorno multitud de oportunidades de promoción de su desarrollo a diferentes niveles, y los centros educativos no quedan atrás en su importancia. Nuestro papel como educadores y educadoras es esencial para el desarrollo integral en esta etapa y es nuestro deber actuar de acuerdo a ello.
El fomento de la implicación y la participación del alumnado en las acciones del aula y del centro educativo es una herramienta más que debemos tomar para impulsar una correcta transición a la vida adulta. De esta manera, no solo cumpliremos con los fines y principios de las leyes que nos rigen, sino que protegeremos los derechos y futuros de los y las adolescentes y, por tanto, de nuestra sociedad y futuro hogar.
Quería concluir con una última referencia. Santana García (2022), en la conclusión de su trabajo sobre participación estudiantil en un IES (Instituto de Educación Secundaria), rescató dos de las respuestas que dio el alumnado en una pregunta abierta referida a su motivación para implicarse más. En estas se reiteraban sus deseos de implicación con las acciones del centro; de ayudar, de conocer, de opinar, de organizar, de tomar control… es decir, de participar. Ahora nos queda la tarea a nosotros, los y las educadoras, de escuchar esta petición, prestarle atención y, sobre todo, actuar de acuerdo con ella. Como se dice, todos hemos sido adolescentes, aunque por mucho que se repita parece que se nos ha olvidado, pero ellos y ellas no han sido adultos. ¿No deberíamos ser nosotros lo que deberíamos dar el paso y empezar a tender puentes?
REFERENCIAS