En el siguiente artículo se definen los conceptos de inteligencia emocional y educación emocional, además de explicarse cómo se aplican en el aula actualmente. Se hace un análisis de dicha aplicación y se comenta que en distintos casos estos conceptos se han interpretado de forma errónea, lo que conduce a la sobreprotección del alumnado, privándoles de aprender herramientas para hacer frente a las inevitables emociones negativas que van a sentir a lo largo de su vida. Se proponen distintas actuaciones que se podrían llevar a cabo para mejorar la aplicación de la educación emocional en el aula, las cuales pueden adaptarse a cada contexto y añadirles las que cada docente vea coherente.
Palabras clave:
Educación, emocional, inteligencia, herramientas, sobreproteccion.
The following article defines the concepts of emotional intelligence and emotional education, in addition to explaining how they are currently applied in the classroom. An analysis of said application is made and it is commented that in different cases these concepts have been interpreted incorrectly, which leads to the overprotection of students, depriving them of learning tools to face the inevitable negative emotions that they will feel throughout their lifes. Different actions are proposed that could be carried out to improve the application of emotional education in the classroom, which can be adapted to each context and added to them that which each teacher sees as coherent.
Keywords:
Education, emotional, intelligence, tools, overprotection.
Todas las personas que formamos parte del ámbito educativo hemos escuchado el concepto “inteligencia emocional”. Sin embargo, ¿qué significa concretamente? Según Bisquerra (citado por Oliveros, 2018), se trata de “la habilidad para manejar los sentimientos y emociones, discriminar entre ellos y utilizar estos pensamientos para dirigir los propios pensamientos y acciones” (p.2). Esta definición parte de los conocimientos expuestos por Salovey y Mayer (1990), los principales precursores de dicha inteligencia, los cuales en el año 2000, en colaboración con Caruso, reorganizaron la definición de este concepto. Así pues, la inteligencia emocional engloba competencias relacionadas con la percepción emocional, la interpretación emocional, la comprensión emocional y la regulación emocional. También el Grup de Recerca en Orientació Psicopedagògica (GROP) de la Universidad de Barcelona ha definido las competencias emocionales, las cuales exponen que son la conciencia emocional, la regulación, la autonomía emocional (es decir, la capacidad de que los estímulos del entorno no te afecten más de la cuenta), las habilidades socioemocionales y las competencias para la vida y el bienestar.
Por lo tanto, podemos decir que una persona inteligente a nivel emocional es aquella capaz de manejar sus emociones una vez se manifiestan. Como se dice popularmente, no podemos controlar que aparezcan las emociones en nuestro cuerpo, pero sí que podemos decidir qué hacer con ellas. La persona inteligente emocional sabrá responder en cada situación de manera adecuada y adaptativa, eligiendo la respuesta más funcional según cada contexto. Sabrá priorizar las recompensas a largo plazo en detrimento a las de corto plazo que conllevan menor beneficio o directamente perjuicio. Entenderá las emociones del otro y se liberará de su ego para poder comprender a los demás, buscará el porqué de sus hechos y palabras y solucionará los problemas surgidos en distintas situaciones. Identificará lo que siente, por qué lo siente y buscará una forma sana de actuar sin perjudicar a los demás ni a uno mismo. Comprenderá que la tristeza, la ira, la frustración y el resto de emociones negativas son parte de la existencia humana, no se culpará por sentirlas pero tampoco permitirá que proliferen, sino que buscará estrategias para gestionarlas y mitigarlas con el tiempo que cada persona necesite. Estamos en permanente contacto con las demás personas y por lo tanto, es necesario crear relaciones sanas donde poder expresarse de forma empática y asertiva.
Por último, será consciente que las emociones a veces nos engañan y que si no controlamos nuestra impulsividad, podemos llegar al discurso infantilizado de “lo hice porqué es lo que sentía y si lo siento, ¿por qué no debería hacerlo?”. Tener muchas ganas de algo o “sentir” que debas hacerlo no significa que siempre sea beneficioso. Muchas veces tenemos que dejar de hacer lo que “sentimos” por hacer lo correcto, aquello que será mejor para nosotros y para los demás. No olvidemos que “inteligencia emocional” son dos palabras: la que hace referencia a las emociones (emocional) y la que hace referencia a hacer lo más lógico, justo y adecuado (inteligencia). A veces, hay que renunciar a reacciones emocionales intensas a favor de la estabilidad emocional, sin la cual es imposible encontrar un verdadero estado de felicidad sana.
Actualmente, la inteligencia emocional tiene una gran presencia en los centros educativos, difícilmente encontréis alguno que diga que no trabaja las emociones. Según Bisquerra (2012) no es suficiente compartir información en referencia a lo que son las emociones, sino que estas se tienen que trabajar de forma práctica mediante dinámicas de grupo, autorreflexiones, diálogos y juegos. El trabajo de la inteligencia emocional en la escuela se conoce como “educación emocional”, la cual según el autor, se trata de un proceso educativo que debe llevarse a cabo de forma contínua y permanente para potenciar el desarrollo integral (a nivel físico, intelectual, moral, social y emocional) del alumnado y así potenciar el bienestar personal y social. Así pues, es muy importante aprender la teoría de las emociones (de la misma forma que docentes y otros expertos en educación leemos y nos formamos para aprender conocimientos, entenderlos y poder enseñarlos), pero también lo es ver y llevar a cabo las aplicaciones prácticas de dichos saberes.
Cada escuela, des de la autonomía del centro, ha decidido cómo y dónde trabajar las emociones: en tutoría, en el área de educación en valores cívicos y éticos, en un área en concreto para este tema y/o de forma transversal en cada una de las acciones, enseñanzas y actitudes que se llevan a cabo en el día a día.
Según Cassà (2005), en educación infantil se pueden llevar a cabo actividades de identificación emocional como expresar si una noticia nos genera emociones positivas o negativas, enseñar vocabulario emocional, confeccionar un libro de las emociones, expresar emociones con la cara y el cuerpo, hacer masajes o contar cuentos.
En educación primaria, como explican Filella, Pérez-Escoda, Agulló y Oriol (2014), se trabajan las situaciones-problema que el alumnado debe resolver, la expresión de opiniones y sentimientos, el visionado de vídeos o la lectura de cuentos o noticias, las dinámicas de grupo y los role playing, imaginar cómo aplicar las habilidades emocionales en la vida real y la evaluación propia. A lo largo de nuestra experiencia en Educación Primaria, hemos trabajado las actividades enumeradas por los autores, llevando a cabo las tan necesarias reflexiones que contribuyen al desarrollo del pensamiento crítico de los niños y niñas. La pregunta es, ¿estas reflexiones se llevan siempre a cabo?
En diversas ocasiones, el profesorado aplica el programa de educación emocional por obligación, sintiendo que pierde horas de clase relacionadas con otras áreas que necesitan avanzar. Esto conduce a llevar a cabo las dinámicas emocionales sin una reflexión previa y posterior, convirtiéndolas en simples juegos donde el alumnado lo pasa bien y “descansa” durante un rato.
También, muchas veces, se habla de las emociones y sobre identificarlas cuando una persona las siente, o se hacen juegos donde se imita la reacción emocional física correspondiente a cada emoción. Y la pregunta que nos generamos es: en la vida real, a la práctica ¿qué aplicaciones tiene todo este aprendizaje? ¿Estas actividades son suficientes? Tal vez a veces nos centramos más en enseñar conceptos emocionales y realizar actividades atractivas que en traducir los aprendizajes creados en un entorno artificial y seguro como es la escuela en soluciones prácticas a lo que nos encontramos en el día a día. Y el día a día está cargado de emociones negativas que el alumnado necesita aprender a gestionar.
Es necesario que los docentes reflexionemos sobre si las dinámicas de educación emocional que aplicamos en el aula tienen una verdadera aplicación práctica o una reflexión potente detrás, o si simplemente son juegos donde el alumnado interactúa y disfruta durante un rato, pero no se lleva con él ningún aprendizaje sólido.
A día de hoy, parece que la educación emocional se centra en un solo objetivo: ser feliz. Pero, ¿Qué entendemos por felicidad? Según Alarcón (2015) la felicidad es subjetiva y depende del valor que le atribuya cada persona a los bienes materiales, éticos, estéticos, psicológicos, religiosos, sociales y políticos. Los mismos autores explican que la felicidad es un estado de la conducta y que goza de estabilidad temporal, puede mantenerse o puede perderse. En rasgos generales, una persona se siente feliz cuando experimenta satisfacción y alegría al lograr lo que desea, cuando expresa complacencia con lo que ha conseguido a lo largo de su vida, cuando se siente realizada y cuando experimenta optimismo. ¿Esto significa que una persona feliz no pueda sentirse triste o frustrada en determinado momento? Probablemente la persona feliz que ha logrado conseguir lo que deseaba, ha sentido tristeza, rabia, frustración, nerviosismo, estrés u otras emociones negativas en el camino, y estas le han enseñado el valor del esfuerzo y la capacidad de manejar estas emociones cuando aparecen.
Así pues, lo que una persona entiende por felicidad puede ser completamente distinto a lo que entienda otra. Por lo tanto, ¿los docentes podemos conseguir que todo nuestro alumnado sea feliz de la misma forma?
Esta pedagogía de la pseudofelicidad que aplican algunos profesores y familias lleva a la tan temida sobreprotección. Se ha malinterpretado la educación emocional pensando que solo le debemos proporcionar experiencias positivas a nuestro alumnado para que no se estresen ni se frustren, conduciéndoles así solamente hacia emociones positivas para que podamos crear personas felices y siempre dispuestas a ayudar a los demás. A pesar de esto, como dicen Filella, Pérez-Escoda, Agulló y Oriol (2014), están aumentando las tasas de violencia y suicidio, la depresión y la prolongación de la adolescencia por una falta de sentido y propósito en la vida.
Por lo tanto ¿está realmente funcionando esta pedagogía que nos dice que hay que dejar que el alumnado haga lo que siente en cada momento para que pueda desarrollarse naturalmente y que hay que facilitarle todo lo máximo posible para que no sienta emociones negativas, que, según dicen, le perjudicarán la infancia y les ocasionarán traumas que se llevaran a la vida adulta?
La sociedad se mueve en los extremos. Hemos pasado del modelo autoritario y duro de profesor y progenitor que apenas se preocupaba de las emociones de su alumnado, a un tipo de profesor y progenitor que les da a las emociones más importancia de la que tienen y que creen que cualquier mínima experiencia negativa puede ocasionar un daño irreparable en los niños y niñas. Esto ha sido una grave malinterpretación de la educación emocional, la cual se tiene que encargar de enseñar a gestionar las emociones negativas en situaciones difíciles, frustrantes o agobiantes, no a evitarlas. Tapando un problema, este no desaparece, sino que se hace más grande.
La sobreprotección, lejos de proteger el alumnado, le pone en peligro. Evitar que sientan las emociones negativas les desarma frente la vida real, donde las va a sentir inevitablemente. Evitar que sientan la frustración en la infancia les llevará a sentirla de forma mucho más grave cuando algo no salga como ellos quieren en la vida real.
Como comentaba en el apartado anterior, los docentes cada vez detectamos más problemas de salud mental en niños, niñas y adolescentes: ansiedad, depresión, trastornos de la conducta alimentaria, entre otros. Además, también hay un tipo de alumnado con rasgos narcisistas, con baja tolerancia a la frustración y con intención que los demás hagan lo que ellos quieren. Y si no lo hacen, explotan violentamente. Estos también son problemas de salud mental. Por tanto, la mala interpretación de la educación emocional no solo no soluciona los problemas que ya teníamos, sino que los aumenta y crea de nuevos. Al final, el alumnado que exige que los demás que actúen y respondan según sus deseos, muchas veces son niños y niñas a los que nunca se les ha dicho un “no” por respuesta para evitar su frustración. Pues ahora resulta que van a sentir el doble de frustración cuando los demás, en la vida real, no hagan lo que ellos y ellas quieren.
Como explican Filella, Pérez-Escoda, Agulló y Oriol (2014), los nuevos modelos familiares exigen capacidades emocionales sólidas, ya que en muchas ocasiones existe la ruptura del vínculo familiar con algún progenitor y una menor presencia maternal por la nueva concepción del rol social de la mujer en el núcleo familiar. Además, los autores recalcan que los niños y niñas están expuestos continuamente a distinta información proporcionada por la televisión o las redes sociales, la cual moldea también su conducta. Sin embargo, lejos de potenciar estas capacidades, buscamos facilitar todo al máximo a los niños y niñas, enmascarando la realidad. Y cuando no sabemos que hacer más y las presiones del día a día nos abruman, les damos una pantalla, donde reciben continuamente información que no siempre podemos controlar. Además, el mensaje individualista que transmite continuamente la sociedad, el de “eres más importante que el resto”, “debes tener talento por encima del resto”, “la gente no sabe ganar dinero, pero tú sí porqué yo te enseñaré como”, entre otros, nos lleva a que lejos de tener una buena inteligencia emocional, cada vez tengamos más problemas para gestionar las emociones negativas y poder crear un autoconcepto ajustado a la realidad que nos llevará a tener una autoestima real, alejada del egocentrismo. A esto se le suma que muchas familias sobreprotectoras también potencian este mensaje de que sus hijos e hijas son mejores que el resto y son incapaces de aceptar que el profesorado les indique que sus niños y niñas necesitan mejorar aspectos académicos, sociales y/o emocionales.
Todo esto conduce a acrecentar el ego de las personas, haciéndoles creer mejores que el resto y conduciéndoles a la frustración que conlleva exigir continuamente el reconocimiento que consideran merecer por parte de los demás y no encontrarlo. Estas personas también pueden dedicarse a bajarles la autoestima a las personas que perciban como más débiles, para así acrecentar la propia.
Así pues, preocuparnos de que el alumnado sea feliz en todo momento es contraproducente porqué no le prepara para la realidad y por tanto, no le enseña cómo actuar en las distintas situaciones que se encontrará en la vida real, generando más frustración de la que hubieran sentido en los pequeños inconvenientes del día a día.
Frente a esta problemática, docentes y familias tenemos que trabajar conjuntamente para gestionar esta situación. A continuación, especificamos algunas posibles propuestas que se pueden llevar a cabo, teniendo en cuenta que cada niño y niña es distinto y que habrá que encontrar soluciones personalizadas y adaptadas a cada contexto.
Primero de todo, hay que tener en cuenta el currículo oculto. De poco nos sirve explicarles a los niños y niñas que deben ser empáticos con los demás si luego ven que hablamos de forma desagradable a nuestros compañeros docentes o al alumnado. El profesorado es un modelo y nuestra forma de actuar les moldea más de lo que pensamos. Así pues, si queremos enseñar capacidades emocionales, la forma más eficaz es predicar con el ejemplo.
También es necesario crear vínculos reales con el alumnado. Algunos profesores ven al alumnado como “herramientas de trabajo” o como “seres humanos que todavía se tienen que desarrollar y que por lo tanto no hay que tomar del todo en serio porqué hacen cosas de niños, es decir, tonterías”. No hay que ver al alumnado como “personas en desarrollo” sino como personas, a secas. Cuando les veamos como personas, como iguales, crearemos vínculos reales con ellos y ellas y confiarán en nosotros, nos expresarán lo que sienten y nos expondrán sus dudas y preocupaciones. Es entonces cuando podremos actuar realmente en el campo emocional, proporcionando estrategias y potenciando sus habilidades, propiciando la reflexión y el intercambio dialéctico constructivo.
Por tanto, es una muy buena propuesta la realización de tutorías individualizadas, que son una oportunidad para conocer mejor a cada uno de nuestros alumnos y trabajar tanto las emociones positivas como las negativas. También es necesario trabajar con todo el grupo de alumnado y reflexionar sobre las prácticas que llevamos a cabo diariamente y las emociones que nos provocan. Además, se pueden realizar debates para encontrar soluciones a problemas reales que surgen en el día a día. El profesorado debe ser un modelo emocional y debe propocionar los conocimientos necesarios para crear una base de saberes en el alumnado que potenciará la posterior creación de un conocimiento propio que será fruto de los distintos aprendizajes recibidos y de la capacidad del alumnado de interpretarlos. Si se hacen dinámicas de grupo, el alumnado en todo momento debe conocer la finalidad de estas y como el aprendizaje derivado de estas puede ser aplicado en el día a día.
También es necesario exponer al alumnado a situaciones negativas controladas. Esto significa que no siempre tenemos que darles la razón, ni facilitarles las cosas, ni proporcionarles actividades sencillas para que no se estresen, ni darles un premio cada vez que hagan algo bien. Debemos ayudarles a comprender la importancia de decir “no” en vez de evitar esta palabra. Deben entender que no siempre las cosas saldrán como ellos quieren y que la emoción derivada de esto se puede gestionar. Tenemos que proporcionarles herramientas para estabilizarse emocionalmente en las situaciones negativas en vez de enseñar a evitarlas o esconderlas. Debemos enseñar la importancia de esforzarse para conseguir lo que uno quiere y que el camino no siempre será fácil, pero que todo el mundo puede tener la capacidad de gestionar sus emociones y aprender mucho de ellas.
Finalmente, no hay que dejar de lado las áreas, materias o asignaturas para trabajar la educación emocional, su trabajo es complementario. Cuando enseñamos lengua, matemáticas, ciencias, arte, entre otras, también surgen emociones negativas y positivas que podemos enseñar a gestionar en el propio contexto. En la enseñanza de los contenidos, también surgen relaciones entre el docente y el alumnado donde podemos crear vínculos sanos y proporcionar herramientas cuando los niños y niñas sientan frustración delante de un aprendizaje. Además, en la relación entre el propio alumnado también surgen conflictos, tanto en el trabajo en equipo como en el propio día a día del aula, donde se puede intervenir de forma adecuada proporcionado herramientas y potenciando la reflexión y la autocrítica. Es necesario que el alumnado aprenda a ser autocrítico con él mismo para poder aprender, corregir y avanzar. Así pues, no tenemos que enseñar que “eres perfecto tal y como eres” sino “eres una persona válida, con aspectos muy buenos y otros que puedes mejorar”.
Conclusiones
La inteligencia emocional y la educación emocional están al orden del día en la gran mayoría de centros educativos. Docentes y familias trabajan para proporcionar herramientas emocionales al alumnado, pero la mala interpretación de dichos conceptos puede conducir a una aplicación errónea de la práctica educativa que conduce al alumnado a mostrar una baja tolerancia a la frustración.
Así pues, es necesario formarse en inteligencia emocional para aprender los conceptos teóricos relacionados con esta y encontrar sus aplicaciones prácticas, proporcionando esta información al alumnado y potenciando sus competencias emocionales como pueden ser la gestión emocional, las habilidades socioemocionales y la identificación y expresión emocional de forma asertiva. Las familias y los docentes somos modelos para los niños y niñas, por tanto, tienen que ver en nosotros lo que nos gustaría ver en ellos.
Cuando evitamos que el alumnado esté expuesto a emociones negativas, les estamos escondiendo la realidad y les privamos de un gran aprendizaje para la vida. Todos y todas hemos sentido emociones negativas y lo que nos gustaría es tener herramientas para gestionarlas, no para esconderlas pero que nos sigan haciendo daño por dentro. La realidad no puede esconderse por mucho tiempo y cuando la descubrimos, necesitamos tener herramientas para hacerle frente. ¿Cómo conseguirán estas herramientas los niños y niñas que se ha evitado que aprendan de las situaciones negativas?
La educación emocional es muy importante para el desarrollo óptimo del alumnado y para que aprendan a establecer relaciones sanas con los demás y con ellos mismos. Esto no significa que deba pasar por encima de las áreas de conocimiento, ya que lo más adecuado es trabajar las emociones de forma transversal y contextualizada, y en el aprendizaje surgen muchas emociones positivas y negativas que es interesante que el alumnado aprenda a gestionar en situaciones reales, dándose cuenta que las emociones negativas existen y duelen, pero que tienen las habilidades y herramientas para hacerles frente.
REFERENCIAS